NO A LA IMPUNIDAD PARLAMENTARIA

El ministro del Interior, Fabio Valencia Cossio, anda en campaña para revivir la inmunidad parlamentaria, una figura que la Constituyente de 1991 revocó para garantizar que en ningún caso los delitos cometidos por los congresistas gozaran de impunidad.

El jefe del cartel de Medellín, Pablo Escobar, llegó a la Cámara de Representantes, como una manera de blindarse de los muchos delitos que había cometido. Ya en el Congreso, con inmunidad, ordenó el asesinato del ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla.

Como Representante a la Cámara, fui ponente del levantamiento de la inmunidad parlamentaria de Pablo Escobar, cuya captura fue ordenada por un juez. Mientras se surtía el trámite de esa iniciativa tuvo el tiempo suficiente para burlar la acción de las autoridades, entrar a la clandestinidad e iniciar la peor campaña de terror contra Colombia, las instituciones y el conjunto de la nación.

Revivir la inmunidad parlamentaria es una provocación y una afrenta a las víctimas de la acción de los paramilitares, quienes hicieron causa común con algunos políticos, se tomaron el poder local y regional a sangre y fuego e impusieron un régimen de terror que les permitió quedarse con el 40 por ciento del Congreso, si no más.

Hoy muchos congresistas están siendo investigados por el escándalo de la parapolítica. Mancuso, Jorge 40, H.H, el Alemán, Don Berna, casi todos los jefes paramilitares extraditados han revelado esa alianza siniestra, que le costó la vida a miles de personas y permitió el ascenso de esa expresión criminal de extrema derecha y la consolidación de un Estado mafioso, que está siendo desmontado gracias a las valientes denuncias de Petro y la acción decidida de la Corte Suprema de Justicia.

¿Qué habría pasado en Colombia si existiera la inmunidad parlamentaria? Que quizá estaríamos convertidos en un verdadero estado paramilitar, una auténtica república bananera, gobernada por castas armadas, mafiosas y corrompidas, con derecho a disponer de la vida, honra y bienes de los más débiles, sin que nadie pudiera castigarlas. Un Estado, con cuatro millones de desplazados, dicen de nuestra tragedia.

Por eso, hablar de la inmunidad parlamentaria es una afrenta a quienes reclamamos justicia. A quienes creemos en la democracia y luchamos todos los días para mejorarla. A quienes creemos en el Estado de derecho y valoramos los logros de la Constitución de 1991.

Desmontar esa norma y volver a los viejos tiempos de Pablo Escobar, es darles a los delincuentes una razón más para sicariar a Colombia, para corromper aún más el Congreso y legitimar su desprecio por la ley y la vida. Para descomponer aún más la clase política.

Pero sobre todo, es un golpe a la Corte Suprema de Justicia, que se ha convertido en guardiana de la Constitución y la democracia. ¡ No a la impunidad parlamentaria !

LA CONSTITUYENTE NO ES EL CAMINO

Plantear una nueva Constituyente cada vez que a alguien o a algún grupo se le ocurre que el Congreso no puede aprobarles las leyes que necesitan se ha vuelto una costumbre. Pero la verdad es que todo, menos una Constituyente, es lo que necesitamos hoy en Colombia, especialmente, si se trata de buscar un artículo que permita la reelección indefinida.

La idea surgió en los últimos días a raíz de las dificultades que han tenido los amigos del referendo para que se permita un tercer mandato presidencial consecutivo. La iniciativa no cayó bien en muchos sectores, especialmente en los versados en constitucionalismo, que entienden que se trata de un proceso largo y dispendioso que necesita mayor tiempo, múltiples consensos y un andamiaje financiero y político mayúsculo. Cosas que no se ven en el horizonte.

La Constituyente es un acuerdo social que permite construir nuevas reglas de juego democrático. No se convoca para favorecer a una sola persona o un sector político, económico, étnico, militar o irregular. Se trata de que todos los ciudadanos se sientan a gusto con las nuevas reglas, precisamente porque han estado presentes en cada uno de los pasos que han permitido ese escenario.

La Constituyente no es, ni puede ser, una imposición casuística, ni de los sectores más influyentes y poderosos, que buscan saltar los caminos normales para tramitar sus demandas específicas y sectoriales.

Cuando en Colombia se convocó la Constituyente de 1991, se vivía un fervor renovador de las costumbres políticas y un amplio sector de jóvenes universitarios quería participar y dejar huella. La Constitución de 1886 resultaba caduca. Pero sobre todo, el país se hallaba transitando el camino de la paz y la reconciliación, y participar en la Constituyente era una condición insalvable para firmar los acuerdos de paz y la desmovilización. Seis mil guerrilleros dejaron las armas y se acogieron a la institucionalidad gracias a ese acuerdo político. La Constituyente fue el camino de la paz.

Ese proceso fue histórico precisamente porque significó un amplio consenso nacional, en el que todos los sectores se vieron representados. Indígenas, negros, ex guerrilleros, estudiantes, sindicalistas, maestros, partidos políticos. Allí trabajamos cinco meses diseñando un nuevo país, con reglas de juego que permitieran soñar con la reconciliación, la equidad, la solidaridad, la participación ciudadana, la integración latinoamericana.

Si bien la Constitución de 1991 ha sido desmontada gradualmente, y sus enemigos han logrado avances, su espíritu sobrevive y sus guardianes no se rinden ante el poder intimidatorio de las encuestas, especialmente los miembros de las Altas Cortes, que han logrado mantener el Estado de derecho y sostener el andamiaje constitucional.

No creo oportuno pensar hoy en una nueva Constituyente. Resulta un exabrupto. Sobre todo si no hay en el horizonte un proceso de paz, ni un deseo popular de reformar las instituciones políticas o las relaciones de poder en el seno de nuestra sociedad. Es un mero embeleco en el que nuestra democracia no puede caer.

CUBA EN SU SALSA

La Organización de Estados Americanos, OEA, tomó una determinación histórica al derogar la resolución emitida el 31 de enero de 1962, mediante la cual se expulsó a Cuba del Sistema Interamericano. Se necesitaron 47 años y un cambio esencial en el clima político mundial para tomar una decisión de esa magnitud que abre nuevas esperanzas de integración Americana.

La expulsión de Cuba de la OEA se dio en el marco de la guerra fría, cuando Estados Unidos impulsó ese mecanismo para aislar a los regímenes Marxistas. Colombia fue promotor de esa medida, que acabada la guerra fría y registrado el fin del Comunismo parece una estatua a la intolerancia y una bofetada a la inteligencia.

La nueva decisión interpreta las actuales realidades globales y, sobre todo, los profundos cambios que ha vivido el continente, gracias a los mandatos de izquierda democrática de Lula en Brasil, Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Michelle Bachelet en Chile, Cristina Krischner en Argentina, Mauricio Funes en El Salvador y Fernando Lugo en Paraguay.

También, a la presencia de Barack Obama, quien cambió los paradigmas y está imponiendo una agenda de entendimiento y diálogo entre los pueblos. Con Bush en la presidencia era impensable una medida de ese tipo, principalmente por el influyente lobby que ejerce la extrema derecha cubano americana, que con sus Senadores y Representantes alzaba la voz en Washington y Miami cada vez que se insinuaba un cambio de política hacia la isla.

Con Obama y Hillary Clinton la política internacional de Estados Unidos ha dado un giro radical, que va más allá de la guerra en Irak o Afganistán, y tiene como norte recuperar el respeto y la dignidad del pueblo norteamericano, desprestigiado por los anteriores gobernantes, quienes violaron las normas del derecho internacional, trapearon con Naciones Unidas y manosearon a la OEA hasta el cansancio.

Volver a mirar hacia América Latina pasa por el meridiano de reivindicar a Cuba en la OEA. Así lo ha entendido Obama. Y lo hace, además, por razones estrictamente pragmáticas: entre más aliados tenga Estados Unidos, mejor. Y, de paso, le quita el sabor amargo a las demandas recurrentes de los países amigos de Cuba para alcanzar ese reintegro.

Cosa que, por lo demás, no sucederá. Fidel y el gobierno de la Isla han sido claros en que no volverán a la OEA, sino que Cuba espera el fin de ese sistema y la construcción de otro escenario.
Pasará algún tiempo antes de que se construya un nuevo espacio de integración regional que incluya a Cuba y a Estados Unidos en el mismo tinglado. Será cuestión de tiempo y de muchas negociaciones.

Lo que debería seguir, y ese debe ser el próximo paso de esta estrategia de integración de Cuba, es el levantamiento del embargo económico, decretado unilateralmente por Estados Unidos desde hace más de cuatro décadas. Esa medida ha sido un estruendoso fracaso y una afrenta para los latinoamericanos.